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Werner Herzog, el hombre de las montañas, en Bolivia


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Nunca les creí que llegaría y, finalmente al verlo salir por esa puerta corrediza del Aeropuerto Internacional de Viru Viru (Santa Cruz) y dirigirse a nosotros, en una húmeda madrugada, pensé que se venía una gran pesadilla.

Nadie debía saber que era él: el célebre cineasta alemán Werner Herzog. Todo tenía que ser manejado con cierta clandestinidad. Nadie debía saber que filmaría su siguiente película en Bolivia, que uno de los escenarios sería el desierto de sal de Uyuni (Potosí) y que los dos únicos actores bolivianos que iba a emplear en su nueva película debían ser ciegos, tener entre seis y ocho años de edad y ser hermanos.

Entonces temí lo peor, no sería sólo una labor clandestina, sino también una lucha contra las leyes de la probabilidad. Así, entre abismos, comencé a caminar sobre hielo junto Werner Herzog.

El director alemán quería pasar por Bolivia de incógnito, y lo primero que bebió apenas llegado a la capital cruceña fue un pisco sour pésimamente preparado. Sin embargo, de alguna manera, verlo tomar un sorbo de esa bebida era como sentir que aún rondaban en su vida las sombras de Fitzcarraldo. A los dos sorbos, Herzog dejó de lado el vaso de pisco sour y pidió cerveza, ahí ya no falló.

Casi siempre callado, en la mayoría de sus paseos por La Paz, Potosí y Santa Cruz Werner sí conseguía pasar inadvertido, pero no fue así en sus primeros minutos en suelo boliviano. Justo ese día, un joven groupie lo reconoció, se le acercó incrédulo y le pidió sacarse una fotografía junto a él.

En ese instante, aprendimos una lección inolvidable: Herzog odia posar en fotografías y para demostrarlo siempre sale en las imágenes con una cara dura, pálida y sin expresión alguna. Antes de tomarse la foto, Herzog le hizo prometer al fan enamorado que no publicaría la imagen, que posaría con él sólo si daba su palabra de que no compartiría la foto. En ese instante, el joven le prometió todo, ciegamente, y el alemán posó para la foto. A los pocos días, el muchacho rompió su promesa y publicó la foto en la prensa de esa ciudad y en su cuenta de Facebook. Pero, para suerte de todos nosotros y del muchacho, Werner nunca se enteró. Él no lee los periódicos ni tiene Facebook.

Después de esa tensa situación, sobre todo para nosotros que parecíamos novatos guardaespaldas, Herzog caminó por las alturas sin que nadie lo reconociera ni le pidiera un autógrafo, sin que nadie le viniera con el embuste de que había visto todas sus películas. Sobre la figura de Herzog se vertió gran cantidad de rumores y mentiras, tanto acerca del hombre como de sus películas. Lo acusan, por ejemplo, de arriesgar la vida de sus actores, como en Fitzcarraldo, donde Herzog habría hecho que un grupo de indígenas desafiara al Amazonas y subiera un barco por una montaña.

Werner Herzog filmó más de 60 películas, entre documental y ficción o ficción y documental. Es para muchos el exponente máximo de la cinematografía actual. No es un loco ni un excéntrico. Tiene una inteligencia intuitiva impresionante y una visión extraordinaria. Yo lo defino así, como a una persona altamente sensible y, al mismo tiempo, altamente radical. No es un megalómano, por el contrario, es un hombre modesto, agradable y generoso.

Escribe poesía y literatura, dirige óperas y trabajó en cinco de sus películas con Klaus Kinski o "la pestilencia” como él mismo lo define. Sobre él y su obra se han escrito centenares o millares de páginas, entre ensayos, libros, y reseñas –y ahora esta crónica. Para ser honesto yo sólo vi o leí unas cuantas, pero lo que más refulge en mi cabeza es su película También los enanos comenzaron pequeños (1970), que es para mí como una pesadilla continua que ocurre ante nuestros ojos.

Werner pertenece a esa primera generación de cineastas que alcanzaron la mayoría de edad en los años 60, la primera generación de posguerra, jóvenes alemanes que no tenían a nadie que les sirviera de punto de referencia. Huérfanos, sin padres ni maestros de quienes aprender ni cuyos pasos querer seguir. Desamparados en una Alemania abatida moral y políticamente.

El mito

Una tarde, durante el rodaje de Sal y fuego, Uli Bergenlfelder, su director de arte e íntimo amigo, reveló: "Werner inventó el mito de Kinski, y Kinski inventó el mito de Herzog”. "Así son siempre las cosas”, nos comentó con una sonrisa cómplice. Uli trabajó con Werner desde Fitzcarraldo y fue precisamente él quien filmó buena parte de las imágenes de Mi enemigo íntimo (1999). Capturó las escenas de los febriles e intensos enfrentamientos entre Herzog y Kinski, en la selva peruana.

Esa selva, la selva de Herzog, la selva que en varias ocasiones él describe como un lugar de sueños y pesadillas y "de emociones profundas”. Y así es. Durante su charla en La Paz, el cineasta reveló que la selva para él tiene un significado muy profundo. "Así es como me imagino mi muerte, como la selva, entre sonidos de pájaros, de ríos… pájaros inmensos cantando locamente”, dijo ante más de 500 personas, entre cineastas, seguidores y periodistas, en el Cine 6 de Agosto. Uli parecía el abuelito de todos nosotros, siempre presente, siempre sonriendo, muy serio al trabajar, puntilloso y terco con detalles ínfimos y, sobre todo, nunca aceptaba ayuda. "Yo puedo hacerlo”, nos decía el tío Uli. Cuando Werner y Uli se quedaban solos surgía magia, se transformaban en dos niños rubios y rudos, cómplices, jugando a hacer una película, y según ellos, hasta la podían hacer solos.

El hombre de las montañas

Werner creció en las frías montañas de Baviera, en un pueblo cercano a Múnich, encerrado en las ruinas de una Alemania que acababa de perder la Segunda Guerra. Dicen que era un niño muy callado y, dicen, que todos se burlaban de él.

A los pocos minutos de nuestra llegada a Potosí, ubicada a casi 4.000 metros de altitud, le pregunté: "Werner, todo bien con la altura?”. Fue un craso error. En ese instante, me respondió tajante: "Yo crecí en las montañas, soy hombre de montaña, soy de Bavaria”. Herzog siempre alardeaba del hecho de que él había pagado su primer filme con los ahorros de su trabajo en una fábrica de acero, que había filmado Aguirre la ira de Dios y Fitzacrraldo con no más de 16 personas, y que una vez escritos sus guiones no los leía más sino hasta el último momento antes de filmar. Y así es. Uli confirmó esa historia y dijo: "Eso siempre nos ha metido en problemas”.

Durante las charlas, mientras preparamos el rodaje, Werner contó que una vez viajó a pie, y en línea recta, desde Múnich hasta París para ver a su amiga. ¡Afirmó ser experto en mapas! Cosas que para mí son increíbles. Poco a poco desaparecía la angustia de la pesadilla y vivía un sueño. Y vi a Werner brillar de alegría. Fue dentro de un pequeño avión. Teníamos una escena del guión dentro de un avión muy específico: de 19 pasajeros, dos hileras de asientos de cuero, con altura y entradas de luz suficientes para que el camarógrafo haga su trabajo, y para que además entremos todos los elegidos.

Noche antes Herzog me pidió elaborar una lista de quienes se subirían a ese avión. "Deben ir sólo los necesarios, nadie más o fracasamos”, dijo, y antes de dejarme hacer la lista recalcó: "Los estrictamente indispensables, nadie más”.

Werner se sentía mucho más cómodo con poca gente a su alrededor, en silencio y callados. Se sentía más productivo. Pese a esto, más de 1.000 veces, todos recibíamos el grito al que le temíamos mucho pero que se fue haciendo infaltable: "¡Silence on my set!”. Ya la frase iba perdiendo fuerza, pero el tono con el que lo decía Herzog variaba según la tensión que existía o lo que estaba en juego, esto nos aterraba.

La primera vez que viajamos a Uyuni, para atravesar el salar entendí algo más de Herzog, del Werner. Con el miedo de que mi pregunta sea otra vez inútil le dije: ¿Y por qué elegiste el salar como locación de tu peli? Entonces, el alemán respondió franca y directamente: "Para mí este lugar es ciencia-ficción (silencio)”. Lo escuché como si fuera un voz en off, se oía así, como en sus películas. Así comenzó el sueño, por una hipnosis.

En las faldas del volcán Tunupa, La Tunupa, reunidos todos en una mesa, rodeados por la noche y silencio profundo del Salar de Uyuni, Werner Herzog me ratificó como jefe de producción local para su película en Bolivia, Salt and Fire , y preguntó: "¿Diego, estarías dispuesto a ser mi primer asistente de dirección? ¿Trabajarás junto a mí, y haremos lo mejor?”. Acepté. En ese instante, Werner extendió su largo brazo y me dio un apretón de manos. Así empezó todo, realmente, Herzog estaba en Bolivia.

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